«El año 1849, el domingo siguiente a la fiesta de Todos los Santos, Don Bosco, después de hacer en la capilla el ejercicio de la buena muerte, acompañó a todos los muchachos del Oratorio, internos y externos, a visitar el camposanto y rezar por el alma de los difuntos. Les había prometido las castañas al volver a Valdocco. Mamá Margarita había comprado tres sacos, pero, pensando que su hijo no necesitaría más que unas pocas para divertir a los muchachos, puso a cocer únicamente dos o tres cazos. José Buzzetti, que se adelantó al grupo de muchachos a la vuelta, entró en la cocina, vio que hervía una olla pequeña y se lamentó con la mamá de que no había bastantes castañas para todos. Pero ya no se podía remediar la equivocación. Y en esto, que llegan los muchachos y se agrupan ante la puerta de la capilla de San Francisco. Subió Don Bosco al umbral para repartir las esperadas castañas. Buzzetti vertió la olla en un canastillo que sujetaba entre sus brazos. Don Bosco, creído que su madre había cocido todas las castañas compradas, llenaba de ellas la gorra que cada muchacho le presentaba. Buzzetti, al ver que daba demasiadas a cada uno, le gritó: – ¿Qué hace usted, don Bosco? No tenemos para todos. Si sigue dando así, no llegan ni para la mitad. – Sí que habrá; hemos comprado tres sacos y mi madre las ha cocido todas -contestó Don Bosco. – No, don Bosco; sólo éstas, éstas solas – repetía Buzzetti. Sin embargo, Don Bosco, contrariándole disminuir la porción, respondió tranquilamente: – Demos a cada cual su parte, mientras haya. Y continuó dando a los demás la misma cantidad que a los primeros. Buzzetti movía la cabeza y miraba a Don Bosco hasta que, por fin, no quedaron en el canasto más castañas que para dos o tres raciones. Sólo una tercera parte de los muchachos había recibido sus castañas y eran cerca de seiscientos. A los gritos de alegría sucedió un momento de silencio y de ansiedad. Los más próximos se dieron cuenta de que el cesto estaba casi vacío. Entonces don Bosco, creyendo que su madre había guardado las otras castañas, por razón de economía, corrió a buscarlas. Pero vio, con sorpresa, que en vez de la olla grande había empleado la pequeña destinada para los superiores. ¿Qué hacer? sin perder la calma, dijo: Se las he prometido a los muchachos y no quiero fallar a mi palabra. Tomó un cazo grande, lo llenó de castañas y siguió repartiendo las pocas que quedaban. Así empezaron las maravillas. Buzzetti estaba fuera de sí. Don Bosco hundía el cazo en el canasto y lo sacaba lleno hasta rebosar. ¡La cantidad que había en el canasto parecía que no disminuía! Y no fueron dos o tres, sino cerca de cuatrocientos los que recibieron castañas para saciarse. Cuando Buzzetti devolvió el canasto a la cocina vio que aún quedaba dentro una ración, la de Don Bosco, porque quizá la Santísima Virgen le había reservado su parte. La noticia del hecho fue corriendo, de los muchachos más próximos a los más apartados, y todos aguantaban la respiración, esperando el fin. Cuando el último recibió su parte, resonó un grito universal:
¡Don Bosco es un santo, Don Bosco es un santo!